Una de las actividades más comunes de la vida cristiana es la oración. Los verdaderos cristianos oran. De ese modo se comunican con Su Padre celestial, le dan gracias por Sus bendiciones, piden por el avance del reino, por la Iglesia, por dificultades propias y ajenas. La oración es a la vida cristiana lo que la respiración a la vida física.
Sin embargo, cuando examinamos con cuidado el tema de la oración en la Escritura, pronto nos daremos cuenta del enorme misterio que encierra esta actividad tan común y natural para los hijos de Dios. La enseñanza bíblica sobre la oración es en verdad sorprendente y, en apariencia, muy paradójica.
Por un lado la Biblia contiene un sinnúmero de textos que no solo nos estimulan a orar, sino que nos demandan que oremos. Los cristianos deben orar, y, de hecho, oran. Pero por el otro lado, la Escritura también nos enseña que nuestro Dios es omnisciente y soberano. Él no solo conoce todas las cosas de antemano, sino que soberanamente ha decretado que ocurran. Ni siquiera un pajarito cae a tierra sin la voluntad de Dios, dice en Mt. 10:29. ¿Qué sentido tiene, entonces, que oremos? ¿Hace alguna diferencia el que yo ore a Dios o no?
Algunos pretenden solucionar este problema diciendo que la oración no hace en verdad ninguna diferencia, excepto en nosotros mismos, que el cambio se produce realmente en la persona que ora. Al orar por una cosa concentro mis pensamientos en ella, y de ese modo mi actitud cambia y cosas ocurren.
Por ejemplo, oro a Dios porque me vaya bien en el trabajo; eso produce un cambio en mi actitud, refuerza mi determinación al respecto, me vuelvo más responsable y esforzado, y eso hace que trabaje mejor. Es de ese modo, dicen ellos, que funciona la oración, como una especie de muleta psicológica.
Pero eso no es lo que la Biblia enseña acerca de la oración. Cosas ocurren cuando el creyente ora, cosas relacionadas con circunstancias que son externas a él. Ciertamente nuestro Dios es soberano, pero eso no elimina la responsabilidad que tiene el creyente de orar, ni hace de la oración una especie de placebo espiritual, algo que no funciona en realidad, pero que produce un efecto sicológico en nosotros. No. La doctrina bíblica, bien comprendida, no nos mueve a menospreciar la oración, sino más bien a orar más intensamente.
Uno de los ejemplos más claros de esta realidad es el que encontramos en el capítulo 1 de la carta de Pablo a los Efesios. En el vers. 4 Pablo nos habla de la elección soberana de Dios, en el vers. 5 de la predestinación, y en el vers. 11 declara que Dios hace todas las cosas “según el designio de Su voluntad”.
La enseñanza de Pablo con respecto a la soberanía de Dios es clara y contundente en este pasaje. Sin embargo, eso no afectó negativamente su vida de oración, como vemos en la siguiente sección de la carta: “Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones” (vers. 15-16).
Noten la paradoja: “Por esta causa… yo oro”. Por todas las bendiciones que Él ha descrito en los vers. 3 al 14, y de la que todos los creyentes en Cristo han participado por la gracia soberana de Dios, por eso era que Pablo oraba por ellos. “Las cosas grandiosas que Dios ha hecho ya por vosotros me estimula a seguir pidiendo más”, es lo que Pablo está diciendo aquí.
Pablo no razonaba diciendo: “Ya que Dios los escogió soberanamente para derramar un sinnúmero de bendiciones sobre vosotros, ¿qué caso tiene, entonces que yo ore? Él los bendecirá con o sin mis oraciones, porque así fue decretado desde antes de la fundación del mundo”.
Él dice más bien: “Dios los escogió para bendecirles, y amparado en esa realidad, yo oro por vosotros”. La doctrina bíblica de la soberanía de Dios nunca debe ser un incentivo para dejar de orar, sino más bien para hacerlo. Después de todo, ¿qué caso tiene orarle a un Dios que no gobierna todas las cosas? ¿Cómo podría ese Dios responder a nuestro clamor si existen muchas circunstancias que están fuera de Su control o las que Él ha decidido no controlar?
Los creyentes oran a Dios porque confían en que Él es “poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Ef. 3:20). Más aun, porque saben que ese Dios está atento al clamor de Su pueblo, y en un sentido real responde a Su clamor.
Dice el salmista en el Sal. 34:17: “Claman los justos, y Jehová oye, y los libra de todas sus angustias”. Nuestro Dios es trascendente y personal. Cuando los justos claman, Él escucha y responde. “Busqué a Jehová y Él me oyó, y me libró de todos mis temores” (Sal. 34:4).
Porque nuestro Dios escucha la oración y responde, cosas que desde nuestra perspectiva habrían de suceder de un modo, Dios las torna para que ocurran de otro. Un ejemplo notorio de esto lo encontramos en Ex. 32. Los hijos de Israel habían pecado gravemente contra Dios haciéndose un becerro de oro para adorarle en vista de que Moisés tarda en bajar del monte Sinaí. Ante ese terrible acto de idolatría Dios le anuncia a Moisés que va a destruir al pueblo:
“Dijo más Jehová a Moisés: Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande” (vers. 9-10).
Pero Moisés no piensa “dejar a Dios”, no está dispuesto a quedarse de brazos cruzados, y a pesar de todo intercede por el pueblo, apelando a un argumento poderoso: el pacto que Dios había hecho con Abraham, Isaac y Jacob:
“Entonces Moisés oró en presencia de Jehová su Dios, y dijo: Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo, y les has dicho: Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y daré a vuestra descendencia toda esta tierra de que he hablado, y la tomarán por heredad para siempre” (vers. 11-13).
Moisés no pensó: “Dios no puede destruir a este pueblo, porque Él hizo un pacto prometiendo su preservación; así que puedo quedarme tranquilo, porque eso seguro no va a suceder”. ¡No! El pacto de Dios no conduce a Moisés al “quietismo”, sino más bien a la oración. Él descansa en la promesa de Dios para interceder por el pueblo, y al hacerlo Dios responde Su oración: “Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (vers. 14).
“Dios escucha las oraciones de Su pueblo. Por eso considera como un grave pecado cuando nadie intercede en medio del peligro: Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé. Por tanto, derramé sobre ellos mi ira; con el ardor de mi ira los consumí; hice volver el camino de ellos sobre su propia cabeza, dice Jehová el Señor” (Ez. 22:30-31). Nadie intercedió, y por eso el castigo no sería retenido.
Dios espera que Su pueblo ore, que Sus hijos intercedan delante de Él. Esas intercesiones forman parte de Su plan soberano: son el medio diseñado por Dios mismo para que las cosas pasen. Es por eso que Santiago dice en su carta: “No tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Sant. 4:2).
“Pedid y se os dará – dice el Señor – porque todo aquel que pide recibe” (Mt. 7:7-8). Algo de razón tenía el poeta que definió la oración como...